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Channel: Antología Virtual de Minificción Mexicana
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Eduardo Cerdán

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Eduardo Ramírez Cerdán (1995), cuentista y ensayista xalapeño, estudia la licenciatura en Lengua y Literaturas Hispánicas en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Segundo lugar del Premio Nacional de Relato “Sergio Pitol” 2015, del concurso de cuento del VI Coloquio de Letras Hispánicas (FFyL UNAM) y mención honorífica en el concurso de minificción “Continuidad de Cortázar” en 2014. Es miembro del taller de narrativa impartido por Anamari Gomís en la FFyL UNAM y ha colaborado en las revistas Paradigmas y La Palabra y el Hombre.



Una nueva mascota

Las semanas pasaron normales hasta que una mañana ya no estaba el “nido”. Noté esto a punto de irme a la escuela y, como ya iba tarde, no presté mucha atención. Se me olvidó durante el día porque me distraje en la escuela. Llegué a casa, comí, hice mis deberes y me fui a la cama. Era ya de madrugada cuando me despertaron unos ruidos muy cerca del oído. Me levanté y encendí la lámpara. Ahí, en el buró, estaba una cosa tan tierna como rara, tan graciosa como inquietante. Intentaré describírtelo, o describírtela; no sé qué es o si tenga género. De aquí en adelante lo llamaré “él”, como neutro... Mira, imagínate a una cruza miniatura con cara de ardilla, orejas y cola de oso, porte de perrito de la pradera y obesidad de chinchilla. Es literalmente una bola de pelos, toda ella de un azul clarísimo, casi blanco: como una nube apenas convidada del color del cielo. Mide quince centímetros (más o menos), tiene unos ojos grandes, grandes como canicas, y camina siempre erguido. Cuando lo vi sobre mi buró, tenía en su cuerpo, por todas partes, hilillos negros del “nido”. Yo creo que, más que nido, era una especie de capullo, en donde se preparó para nacer... ¿Cómo llegó ahí? Quién sabe.


Indalecio

—Pues se trata de una cosa bien rara, Indalecio. Haga de cuenta un chango. Es chaparro; nunca le alcanzo a ver bien la cara porque obviamente estoy que me cago del miedo, pero sí he alcanzado a ver sus ojos rojos y brillantes. Tiene una cola largota y horrible. Todo él es negro, muy negro. Y gordo. Parece que está panzón de pura calamidad... Lo peor de todo es que lo veo siempre ¡adentro de mi cuarto! ¡Aquí, en la clínica! Imagínese usted que de pronto está durmiendo muy quitado de la pena en su recámara, se despierta y ve en el rincón, en medio de las sombras, a semejante cosa. Para morirse del miedo, ¿no? El gato de la clínica, que duerme en mi cuarto, siempre le maúlla horriblemente (de lejitos, claro). Ya ha oído usted los alaridos terribles de los gatos espantados, ¿no? Parecen los de un niño llorando... —yo le hice que sí con la cabeza—. No sé qué sea, Indalecio. ¿Será un demonio? ¿Usted qué cree?
Yo le di la vuelta al doctor porque no supe qué decir. Quedamos en que le diría a mi esposa Chepa para ver qué recomendaba... La verdad es que desde ayer eso me trae muy mal, ni siquiera el dedo mocho me trae tanta pena. ¡Pobre doctor! De verdad que sufre. Me gustaría no ser yo quien le ocasione tanto susto, pero lo tengo que hacer. Dice él que lo visita un chango... ¡Ora chango! ¡Qué va a ser! Me han dicho muchas cosas desde que me volví nagual, pero ¿chango? ¡Nunca! Lo he estado visitando las últimas tres madrugadas porque así es el ritual; ya nada más faltan dos visitas. A mí no me gusta mucho que digamos eso de echarme al doctor. Pero uno, para sobrevivir, debe hacerse de almas buenas, y a mí el doctor se me hace un alma muy, muy buena. Yo lo estimo mucho a él, por eso me va a costar harto trabajo darle cuello; pero ni modo... Es lo que me toca: matar gente es mi condena. ¿Ya qué le voy a hacer?


¡Clarito lo vi!

Bueno, pues mire, le voy a decir la mera verdad: yo tengo miedo y mucho, señor. Ay, no, hubiera visto hoy en la mañana: salí en chinga de mi casa, casi dejo la chancla por ai tirada. Es que ¡de veras! Sabe Dios que ya estoy vieja y luego con estos sustos... ¡¿A dónde voy a ir a dar?!... Pero bueno, ¡ya! Le voy a contar. Mire, lo que pasa es que yo trabajo aquí hasta tarde..., bueno, no tan tarde pero ya está oscuro y luego lo que se hace el carro hasta donde yo vivo... ¡No, hombre! Pues ya llego noche y lo malo es que por allá es puro bosque y está bien sólidoa todas horas, ahora imagínese de noche... El caso es  que yo ayer llegué como siempre, ¿no? Iba caminando pensando cosas —ya sabe— y en eso que escucho algo y... No le miento, señor, casi me hago del baño. Como todavía me faltaba un buen tanto, seguí caminando porque dije: “Pues ha de ser algún tlacuache”. Ya se me estaba pasando un poco el susto cuando de pronto siento una mirada y que volteo y... ¡No me va usté a creer! ¡Que veo a un león!... No, no se ría, ¡clarito lo vi! Estaba así, con sus ojotes viéndome... Mire nomás, ya hasta se me puso la piel de gallina... Es que sí, se lo juro. Estaré vieja y lo que usted quiera, ¡pero loca no! Yo sé lo que vi. Era un león: un gatote así, mire, así de grande, y bien peludo. Yo empecé a caminar despacito para que no se asustara y, ya cuando avancé un poquito, que me suelto a correr; pensé que no la libraba. Luego luego le hablé a mi hijo cuando llegué ahí a su casa de usted y le pedí que le dijieraa la policía. ¡Vaya usté a saber si me hizo caso! Yo siento que no porque lo oí como que no me creyó, pero le digo: ¡yo sé lo que vi! Por ésta, mire, por ésta. Por eso hoy en la mañana pasé como bala por ahí, no me lo fuera yo a encontrar.


La noche escarlata

Suena el Himno Nacional en la radio del autobús. Es medianoche y nos encaminamos a la TAPO. “Buenas noches, señores pasajeros. Autobuses de Oriente les agradece su preferencia...”, el discurso de siempre que decido ignorar porque ya me lo sé. Reclino mi asiento, me pongo los audífonos y me dispongo a estar sentado cinco horas que, para un insomne como yo, son una eternidad. Recorro la cortina un poco para que no moleste a la gente normal que sí duerme. Veo hacia afuera durante un largo rato. La una. Las dos. Las tres de la mañana. Ya estamos más cerca. Ruedan y ruedan las llantas del autobús. Miro a través de la ventana árboles, asfalto, luces a lo lejos... Un hombre. ¿Qué hace? ¿Por qué está parado a mitad de la carretera? ¿Es un cuchillo lo que tiene en la mano? No, un machete. ¡Rojo, rojo! ¡Es sangre! ¿Y ese bulto? ¡Una mujer! ¡Alguien sálvela! El hombre está sobre ella y la penetra con el fierro oxidado. Oye que viene el camión y voltea. Fija su mirada en mí, el único que lo ve. Tiene la frente colmada de sudor y los ojos abiertos de par en par como un búho demente. Me ve, arquea una ceja y dibuja una sonrisa tenebrosa antes de que se pierda entre las tinieblas de esa noche escarlata. El autobús lo deja atrás.


La silla mortecina

Hoy hablé con mi hija Ali por teléfono, ¡qué bonita voz tiene! Le pregunté por el peque y le dije que cuando pueda me mande una foto para ponerla en un portarretratos bien bonito que me compré. Me dijo que sí, que “a ver cuándo”. Ya no creo volver a verla... Dejé de escribir las últimas dos semanas porque pensé que por el mero hecho de invocar a la muerte, malas cosas ocurrirían. Definitivamente estaba equivocado: el desgaste continúa y nada hay que pueda hacer al respecto. De la silla sólo quedan pedazos: es un hecho que desaparece conmigo. Pienso que ya estoy preparado, ya preveo la antes temida llegada. Quizás esta noche sea la última de mi vida. Si es así, no me preocupa. Hoy la muerte se presenta ante mí como un destino... Como un umbral. Como un umbral redentor.


Twitter: @eduardorcerdan


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