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Agustín Monsreal (4)

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En un principio fue el cuento
Por Heliogábalo Basílides

El cuento tiene de todo y para todos, como lo demuestra la siempre ingeniosa voz popular en dichos, refranes, aforismos, lugares comunes y otras expresiones coloquiales por el estilo, de manera que el cuento es y está en todas partes. He aquí algunos ejemplos:

—Cuento eres y en cuento te convertirás.
—De tal cuento tal cuentista.
—Todo cabe en un cuentito sabiéndolo acomodar.
—Cuento que nace torcido ni como novela endereza.
—Todos los caminos conducen al cuento.
—No hay cuento que por bien no venga.
—Vale más cuento en la mano que mil historias volando.
—No tengo un cuento donde caerme muerto.
—Cada cuento un amor,
—El que mucho abarca poco cuenta.
—El buen cuentista donde quiera cuenta.
—La cuentista de los huevos de oro.
—Nunca acaricies un cuento porque lo vuelves un cuento vicioso.
—El cuento con sangre entra.
—Sangre, sudor y cuento.
—El que a buen cuento se arrima, la brevedad lo cobija.
—Más vale cuento que dure que novela que canse.
—El cuento es de quién lo trabaja.
—A fuerza ni los cuentos entran.
—Cuentos le pido a mi Dios, y a los contadores nada.
—Ajonjolí de todos los cuentos.
—A la mejor cuentera se le va un cuento entero.
—Aquí sólo mis cuentos truenan.
—A las mujeres bonitas y a los cuentos buenos, los echan a perder los novelistas.
—Al buen cuento darle prisa.
—¿Hubo alguna vez once mil cuentos?
—Al cuento lo que pida.
—Al cuento lo que es del cuento.
—Algo se saca del cuento que se mete.
—Amarren a sus novelas porque mi cuento anda suelto.
—Por sus cuentos los conoceréis.
—El que esté libre de cuentos que arroje la primera piedra.
—Perdónalos, Señor, no saben lo que cuentan.
—Dejad que los cuentistas se acerquen a mí.
—Cuento viejo, ni te olvido, ni te dejo.
—Andar como el diablo, de cuentero entre los muertos.
—Antes de entrar a las espinas del cuento, ponte los huaraches.
—Apenas están saliendo del cascarón y ya quieren poner cuentos.
—Apenas les dicen mi alma y ya quieren su cuento aparte.
—Como el apóstol 13, cuenta y desaparece.
—Aquí fue donde el cuento torció el rabo.
—Arrancada de cuentista brioso y llegada de novelista manso.
—Cuentista somos y en el cuento andamos.
—Asustarse con el cuento del muerto.
—Atáscate ahora que hay cuento.
—Nomás les dan cuento con el dedo.
—Aunque sean de la misma escuela, no es lo mismo cuento que novela.
—A ver de qué cuentos salen más ideas.
—A ver si como dicen cuentan.
—Ay cuento como me ha puesto: seco, ñango y descolorido.
—Ay cuento no te revientes que es el último jalón.
—Cuentos tienes y con ellos te entretienes.
—Cuentista de buró.
—Botellita de jerez, todo lo que cuentes será al revés.
—Buscar cuento rogando a Dios no encontrarlo.
—Cuentito de batalla.
—Cuento, mujer y escopeta, a nadie se le prestan.
—Cada quién cuenta con las mentiras que tiene.
—Cada quién es dueño de hacer de su cuento un papalote.
—Cuento con piquete.
—Calandrias, cuenten o les apachurro el nido.
—Cuenta y no llores.
—Con el cuento que cuentes serás medido.
—Cuento, maroma y teatro.
—Atrás de la raya que estoy contando.
—En tierra de narradores, el cuento es rey.
—Cómo te quedó el cuento.
—Como cuento chillador.
—Como ya he contado, sé lo que es la eternidad,
—Con el cuento en un hilo.
—Con el cuento atravesado.
—Con el cuento y un ganchito.
—Te agarré con mis cuentos en tu masa.
—Con los cuentos por delante.
—Primero cuento que mujer.
—Con qué ojos divino cuento.
—Con un cuento por detrás y otro por delante.
—El cuento es oro.
—Cuento de tentación y final de arrepentimiento.
—De ese cuento pido mi limosna.
—De noche todos los cuentos son pardos.
—Despáchate con el cuento grande.
—Échate ese cuento en la uña.
—El cuento es como la argolla, no se le ve la punta.
—El cuento y el cariño no han de ser recalentados.
—Cuento que relincha es que le aprieta la cincha.
—El que da y quita con el cuento se desquita.
—En comer y contar todo es empezar.
—El cuento sale para todos.
—En la casa del cuentista, la novela pasa pero no entra.
—Los lunes ni los cuentistas ponen.
—En tiempos de inflación, hasta el cuento sube.
—Es bueno el cuento pero no tan ancho.
—Este cuento ya se coció.
—Es el mismo cuento nada más revolcado.
—Cuento, caballo y mujer por la raza se han de escoger.
—A mí cuéntame en cristiano.
—Hacer caravana con cuento ajeno.
—Hasta lo que no cuenta le hace daño.
—El cuento nunca pierde y cuando pierde arrebata.
—Puro jarabe de cuento.
—Cuentito nuevo en qué libro te pondré.
—Ponme tu cuento aquí Macorina.
—Se me llenó el cuento de piedrecitas.
—El cuento con botas.
—Blanca nieves y los 7 cuentos.
—Un rincón cerca del cuento.
—La cuentista Rebelde.
—La noche del cuento triste.
—De esos cuentos mansos líbrame, Señor.
—Para subir al cuento se necesita…
—Cuento que tiene desquite, ni quien se pique.
—Cuentos pero no revueltos.
—El mejor cuento se me está echando.
—El cuento no es como lo pintan.
—El cuento no es como la preñez, que dura nueve meses.
—Le corre cuento por las venas.
—Lo que la boca dice el cuento lo sostiene.
—Lo que se ha de contar, que se vaya imaginando.
—Los cuentistas son de palo.
—Al que le quede el cuento que se lo ponga.
—Cuentito de agua dulce.
—Al cuento hay que encontrarlo hasta en la sopa.
—Me lleva el cuento.
—Más sabe el cuento por bueno que por cuento.
—El cuentaquedito.
—Muero el cuentista se acabó el cuento.
—Navega con bandera de cuentero.
—Que no le den chiste por cuento.
—El cuento no come gente.
—Es cuento pero es verdad.
—Nunca falta un cuento para un aburrido.
—No digas de este cuento no he de aprender.
—No hay cuento que por mujer no venga.
—No le amarraron los cuentos de chiquito.
—No necesita guajes para contar.
—No cuenta lo recio sino lo tupido.
—No vengo a ver si cuento sino porque cuento vengo.
—Ahora me cuentas o me dejas como estaba.
—Cuento dado ni Dios lo quita.
—Cuento de segunda mesa.
—Poco se me hace el mar para hacer un cuento de agua.
—Poner cara de cuento.
—Pues en qué cuento vivimos.
—Qué cuentas que adivinas.
—Qué lindo es mi Dios cuando lo visten de cuento.
—Que te mantenga el cuento.
—Que la boca se te haga cuento.
—Quien de su cuento se aleja no lo encuentra como lo deja.
—A ver quién me quita lo contado.
—Cuento, pero no de todos.
—Sacar al cuento de la barranca.
—Sacar los cuentitos al sol.
—Cuentistas juntas sólo difuntas.
—Se encontró la horma de su cuento.
—Cuenta Aristóteles que un buey voló; como puede que sí puede que no.
—Me lleva el cuento.
—Se me hace cuento la boca.
—No hay que contar primero sino hay que saber contar.
—Me costó un cuento y la mitad del otro.
—Se pasó de cuento.
—Será novela/será poesía/será mi cuento del otro día.
—Siempre se sale con su cuento.
—Si el cuento fuera tiña.
—Si no cuenta no magulle.
—Sobre el cuento las coronas.
—Solitas bajan al cuento sin que nadie las arree.
—Sólo que mar se seque no le contaré sus olas.
—Sudando el cuento gordo.
—Más vale aquí cuenteó que aquí murió.
—Tendrás quien te quiera pero quien te cuente no.
—Tendré malos ratos pero no malos cuentos.
—Te quiero más que a mis cuentos viejos.
—Me traes por el cuento de la amargura.
—Tú contarás muy bonito pero a mí no me diviertes.
—En este mundo traidor/nada es verdad ni es mentira,/todo es según el color/del cuento con que se mira.
—Le dieron un cuento de su propio chocolate.
—Un cuento pegó un reparo y en aire se detuvo;/hay cuentos que tienen madre,/pero éste ni madre tuvo.
—Nadie sabe el cuento que tiene hasta que lo ve plagiado.
—Se quedó para vestir cuentos.
—Lleva los cuentos por dentro.
—Ya ni las cuentas.
—Contar a fuego lento.
—Si no puedes con el cuento, únetele.
—Y sigue el cuento dando.
—En fin, que el cuento no tiene fin.

Revista El Cuento No. 132. Enero-Marzo 1996.




Gerardo Farías

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Gerardo Farías nació en Morelia, Michoacán el 3 de octubre de 1985. Es licenciado en Lengua y Literaturas Hispánicas por la UMSNH. Ha dedicado gran parte de su labor profesional a las minucias del lenguaje como profesor de literatura, español e inglés. Comenzó a escribir poemas desde pequeño, pero encontró en el cuento su género favorito. En 2012 comenzó su maestría en Literatura Hispanoamericana en la Universidad de Guanajuato con un proyecto de investigación enfocado en la cuentística de tres autores mexicanos. Ha publicado poco y de forma esporádica en Clarimonda, La Vakaloka y Molkajete (Michoacán); Semen, Onomatopeya y Revista Valenciana (Guanajuato); Separata (Querétaro); en el suplemento cultural La Jiribilla (Xalapa) y en Revista Navío (D.F.). En febrero de 2013 presentó su primer libro de cuentos bajo Ediciones Canapé, un librito modesto y muy artesanal con un tiraje de sólo 100 números.



El nacimiento de la amargura

Bañado en sudor pensaba en las palabras exactas que diría. Llevaba mucho tiempo imaginando este momento. Tenía la boca seca y las rodillas heladas. Todo mundo estaba en silencio esperando a que llegara el maestro. Se levantó de su butaca y atravesó el salón. Las miradas de todos sus compañeros se clavaron en su cuello y espalda haciendo su caminar mucho más dificultoso y lento. Se detuvo frente a ella. Extendió temblorosamente la mano en la que tenía la flor arrancada del patio de su abuela y la puso sobre su pupitre. Su cuerpo fue incapaz de cualquier otro movimiento. La cara regordeta se le llenó de manchas rosadas. La mirada perdida y en el pecho los latidos nerviosos se le atoraban. Todos comenzaron a murmurar y algunas risas resonaron como si vinieran desde el fondo de una cueva horrorosa. Ella no dijo nada, ni siquiera sonrió. Él esperaba algo, la mano se le había quedado ridículamente extendida en el aire. Ella miró la flor y dejó escapar un suspiro. Él dejó de respirar. Todos a su alrededor, acechando la inevitable respuesta, se convirtieron en el público más morboso para el suceso más íntimo. Él, por fin, pronunció las palabras, pero ella soltó una risa terrible que rasgó su voz y, entonces, surgió una carcajada grupal, monstruosa como una avalancha. Todo el salón se cayó a pedazos sobre él. El mundo se le vino encima. Su mano infantil, antes nerviosa, dejó de moverse y se empuñó.


Síntoma

La comezón era insoportable. Aún así decidió no moverse hasta que todos los zopilotes se marcharan.


El columpio

Juguemos al gran juego de volar
en esta silla: el mundo es un relámpago.
Gonzalo Rojas

Hay un árbol casi ya sin hojas que extiende sus ramas hacia el cielo como implorando algo, detrás de él hay más árboles que lo miran como si fuera un oráculo. El niño está columpiándose a un lado del árbol. Todo sube y baja y cambia de lugar. El viento sopla pero hace calor y el sol inmenso allá en la lejanía, metiéndose lentamente entre los edificios. La cabeza del niño parece colgada de un gancho, como la de los cerdos en la carnicería. Sus ojos se deleitan con el paisaje cambiante bajo sus pies: la tierra, el parque, los edificios, el sol inmenso, las nubes… la punta de los árboles.
      A lo lejos, se oyen dos voces enfurecidas que se gritan una a la otra. Los alaridos rebotan por todas partes y tratan de llegar a él, pero la velocidad con la que se balancea los corta de tajo e impide que lo golpeen. No escucha nada, pero siente algo, no sabe qué y sigue columpiándose. Las manos sudorosas se agarran con ansiedad a las cadenas despintadas y con las puntas de los pies descalzos va trazando dos surcos sobre la tierra, dos zanjas cada vez más profundas. Arriba… abajo… arriba… abajo… Está decidido: toma un profundo respiro y cierra los ojos.
     Qué mejor salida que volar… volar como Ícaro antes de que el sol desaparezca. Salir disparado, lejos de aquí.
     Expulsa su última palabra, delgada y todavía aprisionada, que apenas el viento puede escuchar. El árbol pierde sus últimas hojas, sus ramas liberan un sutil crujido, el sol se esconde ondulante y el columpio se queda vacío y nostálgico, aún balanceándose.


El accidente

La multitud es borrosa, parece distante. Está interesada en una escena peculiar. Una atracción callejera y gratuita interrumpió su vida de tianguis dominical. Qué vergüenza. Algo como un circo se instaló sin pedir permiso. Sí, los colores son definitivamente circenses: el azul de la lona que cubre las jaulas de los pollos, el rojo de la sangre encharcada en el piso y el ámbar cálido de los focos recién encendidos. El espectáculo ha convocado a niños, jóvenes y adultos, pero nadie sabe quién es. Todos se preguntan cómo y por qué. Nadie recordaba haber escuchado una detonación. «Ni siquiera trae una pistola», un hombre indicó mirando al resto. «Su sangre ya se mezcló con la de las aves», dijo una señora sin pudor. «Nada más apareció y ya», señalaron unos niños angustiados y sorprendidos. Nadie comprendía lo que había pasado y eso me preocupó. Porque yo tampoco sé lo que hago aquí tirado a mitad de la calle con un balazo en la cabeza. Yo sólo quería escribir.


Lección de vida

Ese día se levantó temprano, tendió su cama, cepilló sus dientes y por primera vez usó el hilo dental y el enjuague bucal. Salió a correr alrededor del fraccionamiento donde acababa de comprar su casa, era su primera mañana ahí. Estaba lista para iniciar su nueva rutina, su vida nueva. Había decidido dejar los dos litros de coca-cola diarios, abstenerse de comer chocolate, pan y tortillas, y, por supuesto, dejar de fumar, para decididamente olvidarse de aquel hombre que la hacía sentir “tan bien” cuando la llamaba mi gordita. Jamás volvería a ser la misma. Cuando estaba por terminar la primera vuelta, miró el horizonte lleno de casas idénticas que servían de firmamento a un sol hermoso y demasiado cálido para las siete de la mañana. Sonrió satisfecha. Al dar vuelta en la esquina de su casa, resbaló con el borde de la banqueta y se golpeó la cabeza contra la gran maceta de barro que decoraba su entrada. El agua de la planta recién regada se tornó marrón. Jamás volvería a ser la misma.


Contacto: gfrmail@gmail.com

Enrique González Rojo

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Enrique González Rojo Arthur nace en 1928 en Ciudad de México. Ha recibido el Premio Xavier Villaurrutia en 1976, por el libro El quíntuple balar de mis sentidos y el Premio Nacional de Poesía Benemérito de América en 2002, en Oaxaca, por el poemario Viejos, entre otros. Integrante del movimiento Poeticista en los años 50, junto con Eduardo Lizalde, Marco Antonio Montes de Oca y Arturo González Cosío. Ha publicado innumerables libros, entre ellos, Para deletrear el infinito, extenso poema compuesto por múltiples libros; El Junco,Reflexiones sobre poesía y Poeta en la Ventana (Versodestierrro, 2008). En filosofía, Para leer a Althusser (1974), Teoría científica de la historia (1977), La Revolución proletario-intelectual (1981) y Epistemología y socialismo (1985), y recientemente En marcha hacia la concreción. Es una de las plumas más profundas e incisivas de las letras mexicanas.



Pozo

El abuelo se tiró al pozo y había que sacarlo. Los nietos, presurosos, le arrojamos una cuerda, y le gritamos que se agarrara fuertemente a ella para empezar a subirlo. Pero después de un gran esfuerzo sólo salió a la superficie el saco del abuelo. Tornamos a gritar y a arrojar otra vez la cuerda y sacamos los zapatos, los tirantes y la corbata del viejo. Su voz permanecía abajo, reticente. Después obtuvimos la camisa, los calcetines, la ropa interior y una fotografía de la abuela. Todavía se escuchaba su voz, pero como alejándose de nosotros en dirección al silencio. Arrojamos por última vez la cuerda y lo único que logramos sacar fue la sonrisa del abuelo.


Mensaje trunco

Este texto no está dirigido a ustedes, lectores. No se hizo pensando en unos destinatarios concretos o abstractos. Ya sé. No necesitan decírmelo: todo esto resulta un embrollo ya que, aunque no fue creado para el público en general, no puede prescindir de vosotros. Creo que no soy claro. Pero no importa. Déjenme continuar. Como fue escrito para un solo lector (o mejor lectora) en esta narración voy a aludir a temas que nadie va a entender por la sencilla razón de que no sabe a qué aluden. Voy a hablar, por ejemplo, de un acuario, de un pez globo y de una anguila siempre acompañada de su hermana menor. ¿Verdad que no se entiende? Y así por el estilo. La destinataria se perdió o se volvió invisible hace muchos años, pero sé que si doy a conocer esta narración hay cierta posibilidad de que llegue a sus manos y entonces la intención con que redacté este texto, como una pregunta que encuentra los brazos abiertos de la respuesta, se verá por fin recompensada. Por eso este minicuento o lo que sea quiero que se dé a conocer con bombo y platillos, que muchos lo lean aunque no sepan de qué diablos está hablando y que caiga finalmente en los ojos de mi lectora.

P.D. Mas, ay, ayer me enteré por un amigo que mi lectora potencial falleció hace mucho tiempo. El texto es, entonces, la encarnación del sinsentido; sólo representa una pérdida de tiempo para todos, y no hay por qué hablar de él. Es una voz clamando en el desierto, el puñado de frases de una tinta sin alas.


En torno a un asesinato

Al mismo tiempo que Poirot decía: nunca hay que dejarse llevar por lo obvio, el mayordomo limpió con un trapo el revólver y el botón de la puerta, corrió a su casa a sembrar en una maceta los laureles de su crimen perfecto.


Consejo

¿Dices que vas a intentar la narración erótica? murmura la amante entre las volutas de humo del cigarrillo post festum. Y añade: dada tu tendencia a la  eyaculación precoz, creo que triunfarás en tu empeño si te esfuerzas no en hacer novelas o cuentos, sino sólo minicuentos, cariño.


Deslinde gramatical

Aunque algunos los confunden, pez y pescado no son lo mismo. Todo pescado es un pez, pero no todo pez es pescado. Peces son lo que en los mares, los riachuelos o los lagos son dueños de sus giros, sus aleteos de ángeles mojados, la madeja indescriptible de sus rumbos. Pescados, los que con las redes o cañas de pescar son arrancados de su medio y pasados por las armas del oxígeno. Los peces condenados a recorrer sin descanso el círculo infernal de una pecera, también son pescados, víctimas del salvaje esteticismo de los ojos. Lo que hace, en fin, al pez diferente al pescado es la libertad, el ser una criatura que no sufre prohibiciones ni espacios acotados, el que, embarcado en su propia independencia, no padece los grilletes o el cadalso de las manos del hombre.



Judith Castañeda Suari

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Judith Castañeda Suarí (Distrito Federal, 1975). Ha escrito los libros La distancia hasta el espejo (Premio Nacional de Literatura Joven “Salvador Gallardo Dávalos”, 2005), Dios de arena(Premio Nacional de Cuento Joven “Alejandro Meneses”, 2007) y Aire negro (Premio Nacional de Narradores Jóvenes “María Luisa Puga”, 2007). Participó en la exposición Volcanes, explosiones de poblanidad, y en las antologías La muerte es un sueño (2009), Puebla directo, 15 relatos de la ciudad (2009), Antología mínima del orgasmo (2010), Volver a los diecisiete, cuentos de lolitos (2010) y Piezas cambiantes (2010). Fue alumna en talleres de cuento a cargo de Beatriz Meyer, Alejandro Meneses y José Prats Sariol. Ha sido becaria del Fondo Estatal para la Cultura y las Artes en 2006 y 2009. Publica en suplementos culturales locales y en la revista Crítica.



Desobediencia

Un día, al fin, se atrevieron a entrar en territorio vedado por la voluntad del creador. Descubrieron varios pares de alas asomándose entre barrotes de oscuridad. Era cierto entonces: existió un cielo anterior y el nuevo, donde moraban, había sido alzado por los expulsados de los abismos.


Narciso

Terminó por amarlo aunque lo vio sólo unos segundos, más allá del cristal, mientras alisaba sus cabellos. Cuando su mirada castaña estaba a punto de alejarse no pudo soportarlo y lo tomó de la mano. Permanecerían juntos siempre. Desde entonces él está a su lado, frente a aquel edificio, sin desviar los ojos de la ventana.


De sangre azul

Voy a limpiarlo en cuanto acabe de pintar el cuarto, dijo después que los vecinos señalaron el camino de huellas azules a medio patio, la brocha todavía goteando pintura. Por la noche, más de tres Pegasos nacieron de esas huellas y abriendo unas alas ultramar, se perdieron en el índigo del cielo.


Rebelión


“Ni creas que voy a permitirlo, sé lo que ocurrió con la otra y no quiero sufrir un destino igual”, se quejó, aferrándose a su sitio. Él no tuvo más remedio que desistir. Y entonces, luego de muchísimos años, Dios expulsó al hombre del Paraíso, otorgándole la muerte a un Adán solitario, sin hijos.

Alexandr Zchymczyk

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Alexandr Zchymczyk nació un 3 de julio de 1983, bajo el signo del cuervo. Su historia puede resumirse en 29 años de vagabundeo por la vida. Ha publicado cuentos cortos y algunos poemas en diarios y revistas locales. Actualmente escribe de noche trabajando horas extras.


Paranoia regresiva

Uno de los pasajeros notó que los números que veía desde su ventanilla entraban en una cuenta regresiva: una casa tenía el número 7, un anuncio el 6, una banca 5, la calle 4…
—El camión va a chocar— le dijo a su compañero de asiento, quien sólo le dirigió una mirada interrogante. A empujones pidió la parada, bajó del autobús y cruzó la calle horrorizado. El camión que lo atropelló tenía placas con terminación doble cero.


Cuento

Estoy perdido en el desierto. Creo ver una ciudad en el horizonte, pero mis sentidos fallan y dudo de ellos; puede ser un espejismo. Cuando por fin llego a la entrada del pueblo, encuentro un letrero grabado en la roca que advierte: “Esta ciudad no es un espejismo, es un cuento”.


Ignorancia

En vida fui un laureado poeta. Estimado por todos en mi tierra, le escribí su oda al amor, su canto a la mujer, al héroe su epopeya. Le dediqué por completo mi alma al ejercicio de la poesía. Y vengo a enterarme ahora, después de pasar mi vida entre letras, que la prueba de admisión al cielo es un examen de aritmética.


De parranda

Luego de su célebre victoria en Troya, Ulises se sintió con todo el derecho de tomar unas largas vacaciones, así que zarpó junto con su tripulación dispuesto a recorrer los siete mares. Pasó diez años celebrando magníficas veladas y gloriosas bacanales. Hasta que un día, sin darse cuenta, desembarcó en Ítaca, su isla natal. La Odisea es sólo una excusa presentada para calmar a la furibunda Penélope.


Jorge Arturo Abascal Andrade

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Jorge Arturo Abascal Andrade. Orizaba, Veracruz, 1964. Escritor y editor. Es autor de los siguientes libros: De Fátima y otros cuentos (BUAP) (tres de esos minicuentos fueron antologados por Lauro Zavala en el libro Minificción Mexicanaeditado por la UNAM); Insólitos y ufanos, antología del cuento en Puebla,  (BUAP/Secretaría de Cultura de Puebla); De párvulas bocas, cuentos de lolitas (BUAP); está antologado en Alebrije de palabras: escritores mexicanos en breve (BUAP, 2013); Ediciones de Educación y Cultura le editó el libro Cuentos de Conjuros, de amanuenses y demonios y el libro Cuentos mágicos, elegido por la SEP para incluirlo en su colección “Libros del Rincón” para todos los preescolares del país. Publicó también la Antología Volver a los 17, cuentos de lolitos.   Es Maestro en Letras Iberoamericanas por la Universidad Iberoamericana de Puebla. Actualmente tiene el cargo de Director de Literatura en el Consejo Estatal para la Cultura y las Artes de Puebla.



Tres minificciones


I                                                                     

—Es que tengo un problema —me dijo Fátima, mientras arrojaba al fogón una pizca de jejo.
Preparábamos una extraña pócima medieval, habíamos encontrado la receta en una pequeña tienda de antigüedades. Estaba escrita en latín. Dos meses tardamos en traducirla y en conseguir todos los ingredientes.
—¿Te da miedo lo que hacemos? —le dije, agitando la pala por el contorno de la olla.
Trajo de un rincón una mandrágora y empezó a limpiarla... como acariciándola.
—No, no es eso, bueno sí un poco ¿te das cuenta que estamos haciendo un hechizo?.
La mandrágora tenía forma de hombre. Fátima, pensativa, parecía masturbarla hasta que, dándose cuenta de lo que hacía, la metió, nerviosa, al cazo. El brebaje  burbujeó tenebroso y colorido. Me quitó la pala de madera, la movió un momento y sin decir palabra sorbió el guiso.
Me miró con dolor. Su ceño se ensombreció. Quiso hablar y de su boca salió un colibrí y después otro y otro hasta que la habitación fue una nube de pájaros. Cuando por fin pudo Fátima exhalar un sonido sólo... cantó.


II

—Es que tengo un problema —me dijo Fátima, empezaba a llorar.
Estábamos sentados a la orilla de la playa, en esa parte húmeda de la arena que moja el mar cada vez que llega. A unos 50 metros, un pelícano dormitaba en la proa de una barca de pescadores, era como una estatua gris, de pronto se movía y la ilusión terminaba.
—No llores, ¿ya no estás contenta aquí? ¿Qué tienes? —le pregunté, triste por su tristeza.
—La vida es tan impredecible, siempre se nos escapa lo que queremos y no podemos sujetarlo o sujetarnos para no ir a donde no deseamos.
Fátima miró al cielo y le envió un suspiró. Continuó llorando. Se levantó y fue por una vara larga, delgada; volvió a sentarse junto a mí. Con la rama dibujó en la arena un árbol y después otro y otro y otro, hasta formar un bosque, rodeó al bosque de montañas, entonces el bosque quedó situado en medio de un valle. Era un mundo, de arena sí, pero tan fiel que parecía cierto, bullicioso. Borró con la palma de la mano unos árboles y trazó el contorno de una pequeña casa.
—Es cierto, pero ¿a qué te refieres? —le dije, mirando al pelícano que seguía en la barca. La marea subía.
—El problema es que te quiero pero me tengo que ir —me contestó.
Las últimas palabras de Fátima fueron un susurro, sonidos que huían desconsolados.
—Adiós —me dijo desde el valle... desde el bosque... desde la casa, que en ese momento naufragó en una ola.


III

—Es que tengo un problema —me dijo Fátima.
Estábamos en un asilo. Una enfermera de quizá blanquísimos cuarenta años y con bigotes nos guiaba entre higiénicos pasillos. Visitábamos por primera vez a mi olvidada tía Coll.
—¿Qué pasa? —le dije observando como una viejecita intentaba, sin suerte, subir un escalón. 
—Tengo miedo, no debí venir —me dijo y apretó mi mano.
—Estaremos sólo un momento, no te preocupes. ¿Te deprime todo esto?
La enfermera caminaba cada vez más rápido.
—¡Señorita! —grité  para que esperara.
Ella volteó y dio la vuelta en una esquina. Me pareció que había envejecido. Me detuve temeroso. Fátima soltó mi mano y retrocedió unos pasos. Vi venir a los lejos a mi tía Coll, sola. En ese momento percibí un hedor a viejo, a abandono. La tía empezó a caminar más rápido, con más energía. A cada paso que daba hacia nosotros rejuvenecía. Cuando llegó junto a mí me besó en la boca. María Coll, mi tía, era Fátima. Voltee a ver a quien antes me acompañaba intentar, sin suerte, subir un escalón.

Genny Guadalupe Chávez Rodríguez

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Genny Guadalupe Chávez Rodríguez nació en Tizimín, Yucatán y desde temprana edad se apasionó por las letras y las bellas artes. Se encontró con la minificción en el 2007 cuando por curiosidad  se inscribió en el taller de minicuentos  de Ciudad Seva en el que permanece hasta la presente fecha con el seudónimo de Marina Calderón Medina.
Divide su tiempo entre su profesión de maestra de artes plásticas y su pasión por la escritura. La poesía que fue su primer amor deja su constancia en el delicado lirismo de su narrativa. Seguidora fiel de las obras de Octavio Paz, Manuel Acuña, Gustavo Adolfo Bécquer, Luis Cernuda y Amado Nervo entre otros. Es autora de temas que cuestionan el alma y la naturaleza humana con profundidad y al mismo tiempo rescata seres que van cayendo en el olvido en la literatura.  En sus páginas conviven elfos, hadas, duendes, árboles que cobran vida para sumarse a la lucha por salvar al ser humano y al planeta en el que vivimos.
El abrazo del silencio es su primer libro de minificción de donde extrae dos textos que se presentan con otros tres de un nuevo proyecto.



El aniversario

Se abrió la reja de entrada y sin mirar supe que era tía Cecil. Invariablemente los viernes venía para la hora del café, nunca más tarde, jamás más temprano; rayando las cinco, la veía aparecer con esa sonrisa dibujada en su rostro que no se borraba ni en los peores momentos. Podía ser que disfrazara un profundo dolor, quizá el abandono de tiempos felices.
Ese día, después de mucho tiempo desde la última vez, mamá había hecho panecillos de arroz, mis preferidos. Los sirvió como era su costumbre pero en esta ocasión usó una canasta de rafia tejida, que yo hice una tarde, atrapada dentro de la casa a causa de la lluvia, mientras ella me contaba cosas de su infancia que me enternecían.
Tía saludó al entrar y se sentó, ambas notamos que en el rostro de mamá había un acento de tristeza; movía su té tratando de evitar alguna lágrima furtiva y contemplaba los panecillos sin intención de probarlos.
Aún no me atrevía a dejarla y la acompañé en su llanto silencioso.
Tía se acercó a mí con la intención de aligerar el momento y me dijo:
Se siente sola, llegará a conformarse, entonces podremos irnos.


El día siguiente

El día estuvo extraño con un sol cálido y una brisa estacionada, las flores del jardín no abrieron, como si supieran que ya no estaría él para admirarlas.
En la cocina los trastes, en perfecto orden, parecían temer que yo fuera a echar a perder una tarea que nunca más será repetida por las mismas manos.
Salí despacio sin tocar nada.
En el baño, dejó su recuerdo en cada espacio.  
Ahora, mientras el agua me recorre el cuerpo en un intento por lavar la angustia, no puedo quitar la mirada de una toalla que quedó olvidada.
Pienso que también la gente que muere debería de hacer equipaje.
Son tristes sus cosas abandonadas.


El mes de abril

En el mes de abril, cuando de los campos eran señores los grillos, las altas veletas movidas por el  viento, dejaban oír el eco de su tonada diaria.
La  mula, atada a la noria y dando vueltas, soñaba que  volaba. Yo, en mi afán de escapar, cerraba los ojos y  salía en pos  de ella.
Juntas, ella y yo, nos volvíamos  libres como el viento. Mis dedos rozaban los  maizales, levemente, frenando apenas el vuelo loco. A ella le gustaba quedarse quieta como una nube más en el cielo, y en sus ojos se leía la ensoñación por parecerlo.  
A mí me gustaba convertirme en la rama de algún árbol, por esa sensación de permanencia y de sentirme parte de ese algo tan verde, florido y besado por el viento.
Y cuando sentíamos nuestro el mismo cielo y toda la música del universo, un grito de adversidad nos despertaba del dulce sueño. De nuevo en la tierra, ella mula, dando vueltas y yo, la niña de las largas trenzas, abrazadas por el mes de abril  intercambiábamos una sonrisa cómplice.


Extraño vuelo

Silencio, apenas interrumpido por una brisa suave que no llega a ser viento, y trae de alguna parte pétalos que perfuman y dibujan figuras en el aire, crean mundos mágicos sobre el pasto. La niña se pierde en uno, se esfuma su pequeño cuerpo detrás de todos los colores; como un camaleón, desaparece.
Disfruta la libertad que le da ese mimetismo, pretende que el silencio sigue ahí. Que no lo ha roto la voz áspera de su madre.
¿No escuchas que te llamo?, ¡malvada criatura!, eres un castigo de Dios.
Quisiera no escuchar, ser solo un pétalo, la canción del viento.
La toman del brazo y la levantan con violencia, siente dolor. Los pétalos son ahora basura en el suelo, dejan al descubierto un rostro pálido enmarcado por el tono bronce del cabello que, sujetado en dos trenzas, luce desmayado sobre la espalda.
La arrastran del brazo, en una especie de vuelo rápido, sus pies apenas se posan en el suelo. Pierde un listón del cabello, con un torpe movimiento trata de recuperarlo mientras se siente sacudida.
¡Deja de llorar o te doy motivos para hacerlo! ¿Por qué lloras?
Porque vuelo, mami, ¿no viste como vuelo?


Problema de tránsito

La carretera estaba cubierta completamente por la niebla y la visibilidad era nula. Siguió avanzando con dificultad y mucho temor por lo que pudiera venir y estrellarse contra él. Arrepentido de enfrentar la situación y no haber esperado a que despejara, pensaba también en el riesgo de ser alcanzado por detrás, ya que no podía avanzar con rapidez. Su corazón latía con fuerza por la peligrosa situación en la que se encontraba.
La densa neblina parecía haber habitado a la vaca que caminaba con toda su calma en medio de la carretera sin que siquiera se insinuara su cuerpo, pasaba completamente inadvertido. Contrario al estado de ánimo del hombre, ella rumiaba un bocado de pasto disfrutando de la frescura del ambiente, muy tranquila y segura.
De pronto, el hombre vislumbra a los lejos un tramo de la carretera ya despejado. Loco de contento, emocionado por sentir que estaban fuera de peligro, gira, abraza a la vaca y le dice:
Mi reina, nos salvamos ¡ahí está la entrada del rancho! Mi chula, no vuelva usted a escaparse.



Marco Antonio Campos

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Marco Antonio Campos. Poeta, narrador y ensayista mexicano nacido en Ciudad de México en 1949. Licenciado en Derecho por la Universidad Nacional Autónoma de México, fue lector en las Universidades de Salzburgo y Viena de 1988 a 1991, profesor invitado de la Brigham Young University en 1991, y catedrático en la Universidad Hebrea de Jerusalén en 2003. Ha sido además, director de Literatura de Difusión Cultural de la Universidad Autónoma, director en dos épocas del periódico de Poesía y coordinador del Programa  de Humanidades de la misma universidad. Ha dictado cursos sobre poesía y literatura en varios países de América y Europa,  ha sido cuatro veces becario del Colegio Internacional de Traductores Literarios de Arles en  Francia, y miembro de la Académie Mallarmé en el mismo país. Es traductor de muchos autores, entre los que se cuentan, Baudelaire, Rimbaud, Gide, Artaud, Saba, Ungaretti, Quasimodo y Trakl. 
Su obra ha sido galardonada en México con los premios Xavier Villaurrutia y Nezahualcóyotl, en España con el Premio Casa de América y Premio del Tren 2008 Antonio Machado, y en Chile con la Medalla Presidencial Centenario de Pablo Neruda. Su poesía está contenida en los siguientes libros: Muertos y disfraces (1974), Una seña en la sepultura (1978), Monólogos (1985), La ceniza en la frente (1979),  Los adioses del forastero (1996), Viernes en Jerusalén (2005), Árboles (2006)  y Aquellas cartas  (2008).



La ciudad de la poesía

a Raúl Renán

¿Por qué no construir una ciudad donde plazas y calles, jardines y edificios públicos, dejen de tener nombres de próceres sospechosos de heroísmo o de políticos con las manos llenas de sangre? Que los nombres de comercios y almacenes y cines y teatros y clubes se correspondan estéticamente con el edificio, para que quienes caminen no se defiendan en su interior ante lo desagradable o lo feo. Que quienes no respeten el llamado a la belleza sean expulsados a otra ciudad, lejos de la sabiduría de los árboles y de las informaciones de viaje que redactan los pájaros. Como en Florencia resuenan en muros versos de Dante, en Verona de Shakespeare y en Salzburgo de Trakl, que los muros de la ciudad sean páginas donde, perfectamente repartidos, se lean versos de una antología del tiempo.


Matar al Minotauro

a María Luisa Burillo

Para la lucha con el Minotauro el hombre se preparó como nunca. Sabía que de no vencer su ciudad no llegaría a tener jamás grandeza y gloria. Afuera del laberinto la hija del rey esperaba. Dándose valor, calculando su fuerza, ahora que veía venir al Minotauro con toda su furia concentrada, el hombre se imaginó un instante con la joven en la llanura seca de su región munífica de higueras y de olivos, de vides y de espigas, en los meses de violento sol o en la tibieza del otoño. Eso le dio más fuerza.
La batalla fue terrible y muchas veces dudó de su victoria, pero al fin golpeó con tal fuerza al Minotauro, que lo hizo padecer cruelmente por cada crimen cometido.
Con la alegría del vencedor buscó el hilo que la joven le dio para salir. El hilo no estaba. No le importó hallar de inmediato la salida. Conocía de laberintos y salir de éste sólo costaría más tiempo. Comprendió que la mujer se creería engañada. Pero cómo explicarle que no.


En el diván

¿Pero que ha hecho usted con sus sueños?, preguntó con perplejidad el psicoanalista después de corroborar que el paciente no recordaba una sola imagen de ellos.
Los enterré. No sé dónde. No quise que los sueños fueran la prolongación de una vida desdichada.


Crepúsculos en Arles

a Alicia Avilés (IM) y
a Mariela Cuervo

Al forastero le gustaba caminar a las orillas del Ródano en los crepúsculos estivales. Se deleitaba mirando cómo el sol poniente creaba en el cielo y en las aguas unas tonalidades delicadísimas de malvas, de índigos, de anaranjados, de rojos, como si Monet los acabara de pintar. El claro verdor plata de los vigorosos plátanos comenzaba a tornarse sombra y gris. Árboles macizos para contraponer al mistral furioso, que parece reunir en instantes a los 32 vientos. En el cielo las golondrinas ensayaban todos los vuelos imaginables: verticales, en sesgo, en círculo, en disparo, en picada, a ras del agua... ¡Y qué felicidad cuando en el grito volaban anunciándonos que el otro día sería soleado y bello!


El enfoque de los hechos
(Carta a un historiador universitario)

Me pregunta usted si es posible comprobar científicamente el lugar exacto donde yacen los restos de Cuauhtémoc y de Hernán Cortés. Creo serle de poca utilidad. A través de los siglos los huesos del último tlatoani aparecen donde mejor pueden y se les declara siempre fidedignos; lo mismo los de Cortés, que ahora se encuentran a resguardo, hasta mejor noticia, en el Hospital de Jesús de ciudad de México. Esta trashumancia de los 85 restos de ambos la tomó Pablo Neruda como uno de los argumentos terminales para probarse a sí mismo que México era el último de los países mágicos.
Como usted sabe, Cuauhtémoc fue muerto a manos de los soldados de Cortés durante el viaje a las Hibueras en 1524, el cual Cortés realizó buscando vengarse de Cristóbal de Olid y dar nuevas tierras a la corona española. No necesito darle las varias versiones de su muerte, justificando o culpando a Cortés, porque usted ya las expuso con rigor en las páginas finales de su libro; sólo quiero apuntarle que desde entonces los restos de Cuauhtémoc aparecen, como fantasmas en pena, en lugares que ni a usted ni a mí se nos ocurriría hasta hoy que existieran. Algo puedo decir con plena convicción: los restos de Cuauhtémoc han viajado mucho más de lo que el propio Cuauhtémoc viajó en vida.
Por demás usted se halla en lo correcto al querer que su libro, como se exige en los institutos universitarios, tenga un carácter científico riguroso. Al leerlo y releerlo lo corroboré y aplaudí su paciencia y su esfuerzo. En base al rigor científico de su estudio, apenas me permito hacerle una sugerencia: iniciar su libro con la historia de San Jorge y el dragón.



Todos los textos fueron tomados del libro El señor Mozart y un tren de brevedades, y gentilmente autorizados por su autor.


Lucero Balcázar

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 Lucero Balcázar nació en la Ciudad de México. Es poeta, pintora y dramaturga. Ha publicado los libros María Luciérnaga y Semillas para la Ciudad (ambos en Editorial Alas de Libro, 1997), Piel de Poema (Letras Lúdicas, 2002), Amores Carniceros (Letras Prohibidas, 2003) y Mi Caníbal Poeta (Metáforas Prohibidas, 2005). Es autora de la obra de teatro Caja de ReZonancias, que se escenificó en la Casa del Lago de la UNAM y el el Gran Teatro de La Habana, Cuba, en 2004. Se han realizado exposiciones individuales de su obra pictórica en la Universidad Pedagógica de Santiago de Cuba (2005) y en el Centro Cultural de Juchitán de la Ciudad de México (2006).



San Fornicio

A las afueras de San Fornicio florece rabiosamente el mentado "AMOR", mismo que, El Loco lo grita, El Poeta lo escribre, Los Xoloescuincles lo persiguen en pareja, en tríos o de plano en manada; hasta Las Paredes prestan sus pieles o sus castillos a Los Graffiteros para que lo llenen de tags. Pero al caer el viejo terciopelo de la noche, aparece los que ellos llaman "El Maligno", es decir un encorbatado que se hace llamar, de lunes a viernes: Psicoanalista, Siuiatra, Sacerdote, Rey, Dios. Sábado y domingo descansa cobrando implacable: Sus Derechos de Autor de Ajustador de Cuentos...


Ajuste de cuentos a modo de Efraín Huerta

No sé si es sangre o rellena lo que le duele a mis venas. Yo pequeño dios, diosa del tango en Ciudad Perra Amarilla, aúllo pues no sé cómo ajustar este cuento llamado “familia” a la que me dan cada vez más ganas de mandarla a echarle semillas a la poeteada. 


Ángel negro

Cerraste tus alas y yo me quedé allá adentro, recitándole poemas rojos a tu carne negra.


Yeyamá

Sobre el Malecón de La Habana, sigo el dulce rastro de los hijos de Yemayá: siempre mojados y en celo.


Penelopeana *

Las telarañas sirven para curar heridas. Son gotas de tiempo. Hilvanaesperaza. Punto atrás con golondrina. Eslabón, puntadas en cadena de tarantabuelas. Madresviudanegra  o de pequeñas hijas  que sobre la cabeza dan suerte.
Redes donde brincar y volverse niño. Arpaballet de Mariquitas y Vanessas. Hilos del pañuelo de un pirata. Hamaca sepia del atardecer. Bálsamo que los sacristanes y las beatas insisten en quitar. Óleoantigüedad. Hímenes de esquinas, estrellas y cometasniñas. Cataplasmaluna.
En los telerañarios se gestan los nuevos soles. Flores de la quinta estación que se cosechan en un día de lluvia y sirven para curar heridas.

Sitio web:  http://lucerobalcazarpoeta.blogspot.com
Contacto: lucerobalcazar@hotmail.com

*Texto publicado en "El Cuento, revista de imaginación".

Armando Alanís

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Armando Alanís (Saltillo, 1956) ha escrito, entre otros libros, el volumen de microrrelatos Fosa común (Ediciones Fósforo, 2008). Su novela más reciente es Las lágrimas del Centaturo, sobre el mítico Pancho Villa(Planeta, 2010). Tiene inédito un segundo volumen de brevedades, La vida difícil del hombre invisible, y prepara una nueva novela. Forma parte de la antología de minificción mexicana Alebrije de palabras: Escritores mexicanos en breve (BUAP, 2013) Como buen norteño, es hombre de pocas palabras.


Libros prestados

Juré matar al próximo amigo que no me devolviera un libro prestado. Llevo tres muertitos en tres meses. No es mi culpa.


Sala de espera

En la sala de espera, mientras otros hojean revistas, la Muerte lee el directorio telefónico.


Presumida

Se paseaba desnuda por la calle porque quería presumir su nuevo sombrero de ala ancha y plumas multicolores. Sólo que nadie miraba lo que traía puesto encima de la cabeza.


Actor

Siempre le asignaban papeles secundarios, pero esa vez le propusieron el papel principal en una obra de Beckett.
—Serás Godot —dijo el director.


Sombrita

—Arrímese a la sombrita —dijo el ranchero.
Lo había entrevistado para mi periódico, y ahora, amable y generoso, asaba para mí unos elotes.
Perplejo, miré la triste rama de aquel huizache en medio del desierto.


El color del deseo

—De rojo me gustas más —dijo el hombre todavía con el puñal en la mano.

Contacto: alaniscanales@gmail.com
Textos cortesía de su autor.

Martha Cerda

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Martha Cerda, originaria de Guadalajara, escribe Cuento, Novela, Poesía, Ensayo y Teatro.
Sus novelas La señora Rodríguez y otros mundos,Y apenas era miércolesy Toda una vida,han sido traducidas al Inglés, Francés, Italiano, Griego, Noruego y Alemán. Su obra se ha publicado también en Argentina y en España. Sus cuentos han sido incluidos en más de treinta antologías nacionales y extranjeras.
Ha recibido numerosos reconocimientos nacionales e internacionales: fue becaria del National Endowment for the Arts; su novela Tutta una vita, (Editorial Il Saggiatore)recibió el Premio al  Mejor Libro de Ficción, otorgado por la Asociaciónde Libreros Italianos, en el año 1998. En 2007 obtuvo el Premio Nacional de Novela Jorge Ibargüengoitia, por su novela Señuelo.Además, es Premio Jalisco, en Letras.
Es fundadora y directora de la Escuela de Escritores Sogem Guadalajara y presidenta del Centro Guadalajara del PEN Internacional.



Inventario

Mi vecino tenía un gato imaginario. Todas las mañanas lo sacaba a la calle, abría la puerta y le gritaba: "Anda, ve a hacer tus necesidades". El gato se paseaba imaginariamente por el jardín y al cabo de un rato regresaba a la casa, donde le esperaba un tazón de leche. Bebía imaginariamente el líquido, se lamía los bigotes, se relamía una mano y luego otra y se echaba a dormir en el tapete de la entrada. De vez en cuando perseguía un ratón o se subía a lo alto de un árbol.
Mi vecino se iba todo el día, pero cuando volvía a casa el gato ronroneaba y se le pegaba a las piernas imaginariamente. Mi vecino le acariciaba la cabeza y sonreía. El gato lo miraba con cierta ternura imaginaria y mi vecino se sentía acompañado. Me imagino que es negro (el gato), porque algunas personas se asustan cuando imaginan que lo ven pasar.
Una vez el gato se perdió y mi vecino estuvo una semana buscándolo; cuanto gato atropellado veía se imaginaba que era el suyo, hasta que imaginó que lo encontraba y todo volvió a ser como antes, por un tiempo, el suficiente para que mi vecino se imaginara que el gato lo había arañado. Lo castigó dejándolo sin leche. Yo me imaginaba al gato maullando de hambre. Entonces lo llamé: "minino, minino", y me imaginé que vino corriendo a mi casa. Desde ese día mi vecino no me habla, porque se imagina que yo me robé a su gato.


Propiedad privada*

Papá era dueño del mundo. Todas las noches, después de cenar, nos llevaba a la biblioteca, nos sentaba alrededor del globo terráqueo y lo hacía girar rápidamente para empezar el ritual: apuntaba el dedo índice hacia el globo, esperando con un íntimo placer a que se detuviera para oprimir con el dedo  lo que le quedara enfrente. Si era Cuba nos contaba de Martí; si Francia, nos hablaba de Napoleón; si Venezuela era la elegida, le tocaba el turno a Bolívar. Nosotros los veíamos flotar en el ambiente con sus espadas, sus galones de oro y sus sombreros de plumas, hasta que papá retiraba súbitamente la mano del mundo, encerrando de nuevo a los héroes, “para que no se tropezaran con el pueblo”. Es muy difícil ser emperador, libertador, dictador o cualquier otra cosa terminada en or y caminar entre la gente estúpida, decía. Luego apagaba el globo terráqueo (que era de cristal con un foco adentro) y nos mandaba a dormir palmeando las manos a la vez que ordenaba: “todo mundo a la cama”.  Así obscurecía al mismo tiempo en Sydney que en Sao Paulo, en Roma que en Buenos Aires y que en nuestra casa de México.  Papá sabía lo que decía, si alguno de nosotros chistaba, lo sacaba de su mundo.


Estertor*

La perra jadea, es un jadeo fuerte y riguroso, como si estuviera en un entrenamiento militar. El ruido me despierta, es de noche, pero no sé la noche de qué día... ¿Del de mi nacimiento? ¿Del de mi muerte?  La perra está coja, lo recuerdo con los ojos cerrados, entonces debe ser la noche de otro día. Un apenas ladrido sale de su garganta, me urge a acariciarla, pero mi mano ciega cae en el vacío, se hunde en el estertor de mi noche de bodas. Abro los ojos, la miro, me mira: la perra coja soy yo.


Asesinato *

Tomas de nuevo el cuchillo, ahora sí te atreverás, te dices, viendo el brillo de la hoja de acero inoxidable ir y venir frente a tus pupilas, provocándote. Acaricias el filo, levantas el cuchillo firmemente y... te detienes en el aire, no lo dejas caer. Quieres desprenderte de él pero no puedes, tus dedos están pegados al mango de madera. ¿Y si te olvidaras del asunto?  Aflojas los dedos un segundo para inmediatamente volverlos a apretar en torno a la madera. Con lo fácil que sería guardar el cuchillo, fumar un cigarro y arrepentirte de lo que estás a punto de hacer. Pero ya no te importa el qué dirán, estás decidida a pagar las consecuencias de tus actos, tomas el cuchillo con las dos manos, lo elevas y de un solo tajo cortas el pastel de chocolate.


Activista

Cambió de indumentaria, subió el cierre de la chamarra y tomó la calle como si lo estuviese esperando la manifestación. Caminó tres cuadras, a la cuarta recordó: habían pasado veinte años desde que iba a protestar contra… ¿contra qué?
Regresó a casa, guardó la chamarra, guardó la calle y el último grito que le quedaba para maldecir. Tal vez mañana recordara a quién debía lanzárselo.


(*) Textos inéditos y fotografía, cortesía de la autora.

Sergio Fabián Salinas Sixtos

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Sergio Fabián Salinas Sixtos nació en la Ciudad de México. Ingeniero metalúrgico por la Universidad Autónoma Metropolitana. Publicó sus primeros microrrelatos en la edición mexicana de la revista Asimov Ciencia Ficción, números. 7, 9 y 12; y la revista El oscuro retorno del hijo del ¡Nahual!, número 7. Después de abandonar la escritura por un tiempo, se reencuentra con ella y ha publicado cuentos en las antologías: Érase una vez… un microcuento (España), Cryptonomikon VI (España) y Lectures du Mexique, une anthologie vivante.



Vivir en el limbo

Tenía varias vidas gracias a Cortázar, Bolaño y los libros imposibles de Borges. A veces era un cronopio pequeñito, un detective salvaje o se perdía en los laberintos de Babilonia. Al regresar a su vida ordinaria enfermaba y sólo unas gotas de literatura lo aliviaban.


Desayuno con mermelada

La hora del desayuno; mi hermana sintoniza el noticiero en la televisión, el comentarista narra con solemnidad: "Se cayó la torre de Pisa"; seguido por una breve semblanza histórica del monumento y a otra cosa mariposa.
—Una lástima, tan bonita torre —dijo mi mamá sin dejar de untar mermelada al pan.
Papá dio un largo sorbo al café e impasible siguió leyendo el diario.
Mi hermana simuló ser una torre que caía con sonidos de onomatopeyas incluidos.
Miré la imagen de los escombros de la torre y sin saber por qué comencé a llorar.


Philadelphia derringer

La puerta se abrió, el corredor estaba iluminado por un candil solitario. El sonido de las pisadas apenas era perceptible. La representación había sido ensayada con precisión matemática. El acto más grande de su vida estaba por comenzar, el país y el mundo entero hablarían de su interpretación en los próximos días. Una cortina y el escenario, la apartó con un enérgico movimiento y John Wilkes Booth se situó frente al público y la gloria; apuntó con la pasión del histrión que cruza el umbral de la inmortalidad y disparó a la cabeza de Abraham Lincoln una solitaria bala de plomo redentor.


Lotería

Escuchó su nombre cómo quien escucha el pregón de un vendedor ambulante. Alguien le tocó el hombro y dijo que se dirigían a él, se volvió y susurró un gracias apenas perceptible. Se sintió mareado, su nombre seguía zumbando en el ambiente y los compañeros de oficina lo miraban con una mezcla de curiosidad, sorna y pena; él apenas lo notó. Se dirigió dando tumbos a su escritorio y tomó sus pertenencias. Al salir del edificio, había una nube de curiosos en torno a la puerta que lo señalaban, murmuraban y algunos tomaban fotos. El embajador lo esperaba, hizo una pequeña reverencia, él sonrió con timidez y el embajador asintió complacido. El embajador emitió una serie de sonidos que un intérprete los capturó y tradujo. Habló de la buena disposición de las culturas, de la cooperación mutua y del sentido del deber hacia los propios congéneres. Él asintió nervioso —sudaba—, su propio hedor lo avergonzó. El embajador lo palpó con sus antenas, confirmó su identidad y dijo que él era el elegido. La gente aplaudió, algunos vítores y silbidos. El embajador regresó a la cápsula que lo llevaría a la nave nodriza y él lo siguió como un cordero.


Lluvia

La niña está sentada frente a la ventana. En el exterior cae la lluvia persistente y las gotas golpean la ventana. La niña mira con tristeza el jardín azotado por la borrasca. Lilas y azucenas se tuercen y se doblan. Las gotas de agua dibujan un rostro en el vidrio. La niña sonríe, extiende sus manitas y susurra: Mamá.


Twitter: @cibernetes

Sergio Astorga

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Soy de México, de su ciudad, y gracias al tezontle —como primera piedra— el rojo comenzó a retumbar entre mis ojos y el cascabel se escucha por los cuatro puntos cardinales. Actualmente radico en Porto, Portugal.
Estudié Licenciatura en Comunicación Gráfica en la Escuela Nacional de Artes Plásticas (Antigua Academia de San Carlos). Impartí el taller de Dibujo durante doce años en la UNAM. Y estudié Letras Hispánicas en Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM (no la terminé).
He publicado en suplementos culturales y en revistas tanto textos como dibujos. He publicado un libro de poemas llamado Temporal


La mesilla

Los espacios en blanco de la tarde son  llenados por  los objetos que nunca mudan. Ningún adiós entre su porcelana o barro; ningún desvanecimiento por noticias colindantes o apartadas. El tiempo se estanca en el dintel de la puerta y los secretos de tanta conversación se quedan como estampados en las paredes. Tangibles, los deseos de compañía  quedan mirándose uno al otro como si la manzana compartida no fuera suficiente para sostener una vida.
Fugitiva la luz repite sus pálidos brillos. Se quiebra la jornada y de la libreta de direcciones se exilian los nombres a otra mesa.
El café ya está frío.


 Los Chamanes

Vienen del otro lado del pecho, de ese otro mundo donde los nabos crecen como quimeras. Habitan, cantan, protegen y lloran. En la página diaria se adentran a un páramo urbano. Lucidos, cambian de postura y de silencio con la facilidad del insecto. Ellos, esculpidos de noche, saben que la luz es una vereda que no llega a ningún lado. En otros tiempos, tenían asegurada su existencia. Hoy la cerrazón, sólo quiere recordarlos en monedas de cobre.
De este lado del tiempo, donde tú y yo estamos, sus apariciones conmueven y aunque no hay lugar cierto, con las cicatrices que van dejando vamos construyendo la tira de su peregrinación.
Nunca hubo pies descalzos con tanta gloria ni tantos himnos anónimos regados por las ciudades. Hoy los dientes chocan, y el polvo que se levanta fue piedra de adivinación.
Volvamos a deletrear los caminos, que al futuro le gusta ser acariciado.


El bengalista

Dijo que venía de esos caminos de versos y cantos; cuando los niños se dormían creyendo que los espíritus volaban envueltos en sábanas blancas.
Flaco, como dibujo a tinta, olía a sermón apurado en octavas reales y esbozaba una sonrisa celestina, fascinante. No sé cuánto tiempo me quedé contemplando esa estampa. Él, como sabiendo su atractivo y a su merced, me habló del libro del buen amor. Yo lo escuchaba, no sin maliciar que se trataba, tan trovadora figura, de algún profesor de literaturas que había desahuciado su sano juicio.
Mi natural instinto me decía que tal vez, algunas monedas compensarían sus ardores, pero cuando me llevaba la mano al bolsillo, él, con el aplomo del artesano encendió una bengala y se fue cantando como si nada.
Cuando veas un bengalista, puedes poner tu entendimiento a dar cosecha, dejar las risas y perder el bolso.


Ángeles de la uva

En los últimos siglos han vagado como ríos y  aclarado gargantas. Cantos y lamentos han humedecido los labios en sus alas. Los han confundido con lascivias imágenes de mares de plomo, cuando las cabezas giran sobre un eje de vomito y de nausea. Parientes de la aceituna (por carnosos)  tienen  el  ánimo de la luz antigua. Nunca tuvieron jaula y sus parras contienen el deseo de la acrobacia adolecente.  Hay un gusto de amor en sus membranas y se ocultan los sátiros cuando miran la sombra afrutada que pasa como bergantín  en busca de la playa. Tienen cintura fina como el nardo y todos quieren ser la lengua suelta del requiebro.
Cuando el ombligo te duela por deleite y tu sueño se fermente, siempre habrá un ángel de la uva agitando las copas de las madrugadas.
Se me olvidaba, a los Ángeles de la Uva no les gusta la monotonía, ni los rumores, ni las espadas.


Marca de agua

El agua se rompió por lo más fino. De la sequedad fueron naciendo punzadas de forma. Noche y día se confunden en su tacto y su tiempo es el mismo que curte a los océanos. Ellos miran al futuro cuando sus amapolas masculinas despiertan. Sus azules son ciegos. Cuando los miras parece que son luminosos, pero ellos no lo saben. Sus ojos son de agua muerta y  pueden mirar más allá del olvido. Tienen la voz seca del vaticinio, por eso cuando estas en silencio y tu sangre esta tibia los escuchas. No lo niegues.
Ahora ya los has visto. No temas, no tienen dientes y su mordedura es blanda.
El cielo ya llegó a su costa y el silencio se refugia.
Dejémoslos dormir.
¿Estás de acuerdo?


Página web: Antojos
Contacto: astorgaser@gmail.com 

Roberto Omar Román

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Roberto Omar Román (México D.F. 1965). Es cofundador del Grupo Literario Urawa. Ha publicado cuentos en las antologías colectivas La semana comienza los sábados, Gambusinos y Átomos literarios y minificciones en la revista Urawario.



El camaleón

Escribía rondas para niños al escuchar en la mañana el trino de aves; poemas para jóvenes, al ver en la tarde el paseo de novios; dramas para adultos, al oler en la noche las flatulencias de sus vecinos.
La madrugada que acarició la ciudad desnuda, escribió una novela erótica.


El hereje

Cuando llegó al infierno se alegró de que fuera un inmenso glaciar habitado por pacíficos seres desnudos. Caminó y, a la orilla de un lago de fuego, descubrió a tres hombres apresurados en abordar una canoa.
Preguntó qué sucedía.
Vamos a salvar a un pobre diablo que se está ahogando en el cielo.


La ira del dragón

Después de derrotar al dragón, Gaferonte lo persiguió para expulsarlo del reino. Al cabo de algunos atardeceres, abrasado por la sed de la travesía, notó que en su huida la bestia iba secando los manantiales. Y, en su febril pensamiento, ardió la sospecha de que el destierro no sólo era para los vencidos.


Obra pía
           
Mamá socorría a los necesitados que encontraba a la intemperie, sin comprender que con  su obsesivo afán caritativo nos iba desabrigando. Una noche entró sorpresivamente a mi recámara para quitarme una cobija y darla a un menesteroso. Apresurado, arrojé por la ventana la revista de mujeres desnudas que hojeaba.
Más tarde salí a recuperarla. Y la encontré en manos de mamá quien, monologando en su habitual tono piadoso, cubría con los figurines de papel de las muñecas de mi hermanita, los cuerpos de las modelos.


Desierto


El resplandor de la fogata, donde ardía el último árbol, suscitó el llanto de la hija del talador. Entonces, al ver brotar arena de los ojos de la niña, el hombre comprendió que los desiertos están hechos de misericordia.

Odilón Ortiz Trujillo

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Odilón Ortiz Trujillo. Parral, Chihuahua, 1945.
Becario de la Escuela de Escritores de México (SOGEM).
Beca para Escritores con trayectoria Premio estatal H Ayuntamiento de Toluca, 2011.
Promotor Cultural de Salas de lectura. CONACULTA. Sala itinerante 101.
Coordinador de talleres de Creación literaria.
Becario FOCAEM, Grupos artísticos, 2004.
Becario FOCAEM, Creadores, 2006.
Becario por CONACULTA, Instituto Mexiquense de Cultura y Universidad Campus Siglo XXI, en Promoción, difusión y gestoría cultural, nivel 1.
Cofundador del Grupo Literario Urawa 1993.
Sus textos aparecen en más de una veintena de antologías, suplementos y revistas literarias.



Sueño dorado

Con la muerte de papá, víctima de un secuestro fallido, mamá y yo pudimos realizar el sueño dorado de ella, con el pago del seguro, recorrer el mundo sin él.


Drácula

En el momento que Braham Stoker quiso acabar con su obra maestra, esperó paciente a que éste abriera el sarcófago y le clavó los colmillos.


Más allá

Doña Paula vivió con la angustia de que su hijo fuera escritor. Javier, abstraído, pasaba las tardes bajo el ocote mirando al cielo.
—¡Mamá!, ¡asómese a verme!
Al ver absorto a Elías, desde el Cielo, doña Paula se sorprendió que dentro de la imaginación de su hijo cabía todo, incluyéndola a ella.


Mutis

El adivino descansa la prótesis, tocan a la puerta, se pregunta quién podrá ser.


Llamada perdida

El pájaro carpintero estuvo oradando el tronco del árbol crocitado, un ruido diferente al tap, tap, tap, resonó, el pájaro cayó con el pico roto al topar con un clavo del poste de teléfono.



Mariano F. Wlathe

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Mariano F. Wlathe nació en la Ciudad de México el 29 de enero de 1986. Estudió Ciencias de la Comunicación en la UNAM. eN 2010 obtuvo el segundo lugar en el 4o Concurso de Cuentos sobre Alebrijes del Fideicomiso Museo de Arte Popular. Sus cuentos se han publicado en las antologías Bosques, Penumbria Año 1, ¡Está vivo!, Breve antología de microrrelatos anti-navideños, y en las revistas: Penumbria, RegistroMx, Radiador Magazine, Revista ARTEntado, Alternanzas, Infame, Semen, Prosvet, Nocturnario y La libélula. En Octubre de 2013 publicó su primer libro de microficciones: Calavera.



Desde que la vi con otro, para mí ella se volvió un fantasma; aunque el muerto hubiera sido yo.

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—Vamos, hijita. Hoy es el día que nos toca estar juntos —dijo el papá.
La niña miró el calendario para recordar cuál de los dos era el muerto.

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Su mamá revisó el ropero y debajo de la cama en busca de fantasmas. El niño miró a través de ella y sonrió.

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El abuelo cenó tranquilo con la familia; sin embargo, se alteró al ver su foto en el altar.

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Aunque estaban vivos, enterramos a sus hijos con él para que no tuviera por qué regresar.

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Hace un año sembré el cráneo de mi madre en el jardín; hoy, docenas de hermanos cuelgan del árbol que creció.

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Fui a que me leyeran los huesos, pero no soporté el dolor cuando cambiaron de página.

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Descubrí que siempre estuvo tras mis huesos cuando exhumó mi cadáver.

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Entre los muertos, los gusanos siguen siendo la mejor forma de perder peso.

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En el porno entre esqueletos uno nunca sabe si queda poco o mucho a la imaginación.
Los profanadores sólo encontraron palabras en la vieja tumba del escritor.

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La culpa es un gusano que carcome los huesos de los vivos.

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Cada año es más difícil proveer la comida para la ofrenda de mi tío caníbal.

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—Voy a sacar a pasear a los niños.
—Está bien, pero no olvides volver a enterrarlos.

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Su biblioteca estaba llena de cráneos porque prefería pasar más tiempo con los autores que con sus libros.

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Aunque se disparó en la cabeza, siempre la imagino saltando de una ventana. Una ventana que se abrió cuando todas las puertas se cerraron.

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Recibir un beso de ella cada noche lo seguía reconfortando, no importaba que hubiese muerto hace años.

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—No quiero morir —dijo mientras se desangraba entre mis brazos.
Me conmovió tanto que, por un momento, olvidé que yo era la muerte.

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Al verse convertido en esqueleto, quiso pellizcarse para saber si soñaba, pero no encontró dónde.


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Cada año amanece en el bote de basura la comida del altar a la niña que murió de anorexia.

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En un país de muertos a los vivos se les pone ofrenda.

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Atormentado por su fantasma, finalmente, decidí enterrarla.

Contacto: mfw.contact@gmail.com
Página Web: Calavera.


Andrea González

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Nació en 1991 en la Ciudad de México. Escribe casi desde entonces. Se encuentra antologada en Alebrije de palabras: Escritores mexicanos en breve (BUAP, 2013).



Vértigo cotidiano

Las nubes flotaban encima de nuestra casa; rosaban el tejado. Blancas, suaves y copiosas, se dejaban arrastrar por el viento y desparramaban su sombra sobre nosotros, como un rebaño inalcanzable de globos. Dejaban un rastro apenas perceptible de humedad en la superficie del techo oxidado. El reloj, el sol, el viento, el maullido de la gata, todo marcaba las seis. Frente a la ventana abierta, Flay y yo nos tendimos sobre los camastros y vimos pasar las nubes. Poco a poco la luz se volvió más tenue y el aire más helado. Vimos aparecer uno tras otro los luceros silvestres. Los cantos y los rugidos de la tierra despertaron al perro. Mamá y papá cerraron las puertas con llave. El perro se puso a ladrar, presa del vértigo y del miedo. Las luces artificiales inundaron la casa. Papá ordenó que cerráramos la ventana. Cuando nos acercamos, percibimos el olor a hierba y flores muertas. Poco a poco la casa descendió hasta tocar la tierra.


La noche de Asterión

Lentamente se oscurece el cielo y la mirada del minotauro extiende un manto de estrellas sobre la tierra. Estrellas de agua solidificada y núcleo de perla. El suelo se estremece. Hace frío. La soledad y la noche son impenetrables. Sentado en su trono, el minotauro cierra los ojos. Recoge poco a poco las estrellas, y vuelve a emerger la luz que lo petrifica.


Selva

Él camina rápidamente entre los callejones. Cada pisada vuelve las calles más estrechas. De pronto pasa de sentirse perseguido a saberse acorralado. Siente cómo se cimbra el asfalto. Se arrodilla junto a un rebosante bote de basura. Bajo sus patas se estremece la textura caliente del pavimento. Con la cola se impulsa y trepa ágilmente por el muro de un edificio. Detrás de él, los leones, decepcionados, se alejan en sus Ferraris rojos y nuevos.


Son solo palabras

Las palabras están encima de la mesa. Tomo algunas y las ordeno por tamaño, color y circunstancia. Me las paso por los labios. Compruebo las texturas y los aromas. Las dejo reposar. Se mueven y se juntan unas con otras. De la mezcla emerges tú. Mi sombra se ilumina sobre la mesa y baila. Ella y tú se vuelven una llama morada. Hace mucho calor, pero son sólo palabras.


Sobre tumbas

·La historia de una tumba abierta en la que una vez cupimos tú y yo. Pero ya no, así que vete.

·Te lo confieso ahora: cuando nos enterraron juntos, tenía ganas de matarte.

·Cuando logró salir del cajón, entendió que el olor a tierra no venía de afuera, sino de sus propios pulmones.

· "Uno no debería ver morir a sus mascotas" pensó el perro cavando muy profundo, para que el niño no tuviera frío.

·No dejó de visitar a su esposo ni siquiera cuando lo encontró en la tumba con otra.

·Si te da miedo, no dudes en gritarme. Si no te escucho, no dudes en morir, porque ya estarás enterrado.


·Viejo, creo que somos un mal ejemplo para los niños: tú eres saqueador de tumbas, yo soy necrófila y, bueno... ellos están muertos.

Adrián Mendieta Moctezuma

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Adrián Mendieta Moctezuma (Ixtacuixtla, Tlaxcala; 1995). Ha tomado talleres de ensayo, dramaturgia, literatura emergente y narrativa en diversas instituciones. El Taller “Introducción a los Problemas Contemporáneos de la Crítica Literaria” en la Universidad Autónoma de Tlaxcala. Ha publicado enCatedral suplemento cultural del diario síntesis (Puebla, México), en Guardagujas suplemento literario de la Jornada   (Aguascalientes, México) y en medios electrónicos como las  revistas  Cronópio Ariadna.



Entre las sábanas

Tenía hambre. Bebió leche, comió  jamón y pan tostado. Su mujer  estaba en la recámara, desnuda. Él entró con el pan en la mano. Se rascó la panza para luego sentarse en la orilla de la cama. Tocó su pierna, se acostó junto a ella.  Tiene la esperanza de que algún día, la mujer que duerme con él, despierte.


Filosofando

Mi bebé parece todo un filósofo. Siempre está contemplando su chupón, lo admira, parece que hace un universo con sólo mirarlo. Es todo un pensador. Pero aun así, aunque tenga las ideas más revolucionarias,  no evitará que yo lo devore de manera sutil y silenciosa.


Primera cita

Todo es cuestión de mantener la calma. Es sólo una evaluación que no pasa de 10 a 15 preguntas elementales. En el peor de los casos, la solución es contestarlas con algún choro que ni te entienda, al fin de cuentas entre más palabras digas, mayor será la probabilidad de aprobar el examen. Tomo valor y me siento en la banca, preparo mis mejores argumentos. La primera pregunta es fácil. ¿Vienes regularmente aquí?, sí. ¿Te gustan las mascotas?,  un poco. ¿Desde cuándo estás soltero? Hago una pausa y pienso en una respuesta adecuada: si considero mi última relación, que duró una semana, diría que desde  hace un mes. La evaluadora me mira con inquietud, sospecha mi improvisación. Prefiero los exámenes escritos, al menos así evito mirar el rostro de quién califica, esa expresión de lástima al saber que no estudié y sólo respondo estupideces.
Continúa el cuestionamiento. ¿En qué trabajas?, no trabajo, estudio. Genial. Yo estudio historia, ¿y tú? De nuevo hago una larga pausa para decir que soy preparatoriano. De inmediato noto sus muecas de desagrado, ella se levanta para irse.  Creo que reprobé la evaluación.


Escritor emergente

Martín dice que él es la nueva figura literaria del país. A mí me importa un pito. Por más libros publicados que tenga, sus cuentos son ñoñerías de adolescente. Todos sus libros que me ha regalado los tengo en el basurero, perfecta manera de matarlo.


Chat

Nunca se imaginó lo que encontraría. Cuando abrió la puerta de la habitación, en un motel a pié de carretera, la mujer esbelta, con cabello rizado y castaño que conoció en el chat, en realidad era un monstruo hermafrodita con grandes garras.


Página web: Adrimax

Carlos Martín Briceño

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Carlos Martín Briceño. (Mérida, México; 1966) Narrador. Integrante del Centro Yucateco de Escritores. Premio Internacional de Cuentos “Max Aub” 2012, Premio Nacional de Cuento Beatriz Espejo 2003, Premio Nacional de Cuento de la Universidad Autónoma de Yucatán 2004 y Mención de Honor en el Concurso Nacional de Cuento San Luis Potosí 2008. Parte de su obra se encuentra en diversas publicaciones y suplementos culturales del país y el extranjero. Le han publicado Después del aguacero (2000), Al final de la vigilia (2003 y 2006), Los mártires de Freeway (2006 y 2008), Caída libre (2010) yMontezuma’s Revenge (2012). Algunos de sus cuentos aparecen en las antologías Litoral del relámpago (2003), La Otredad (2006), El espejo de Beatriz (2008), Prohibido fumar(2008), Un nudo en la garganta (2009) y Estación central bis (2009).



Cabriolas

Para Beatriz Espejo                                                                                       
                                                        
Le parecen repugnantes y sucios; dice que está cansada de limpiar las heces que dejan caer desde los abanicos de techo y de oírlos durante la madrugada. Esrealmente tonta mi mujer; debería estar contenta: gracias a ellos no me he ido de la casa.
            Ayer, durante la cena, Ofelia hizo un berrinche mayúsculo. Un pequeño excremento blanquecino en el borde de su taza de café con leche desató su histeria. Aporreó las manos sobre el cristal que recubre la mesa:
            —¡Estoy hasta la madre de esos bichos asquerosos!
No hice caso. Me esforcé por no sonreír y me limité a engullir, sin levantar la vista del plato, un bocado del delicioso omelette de espinacas que ella me había preparado para celebrar nuestro aniversario.

Lo que me hizo alzar la vista la primera vez que los descubrí fue su vivacidad. Comprendí vagamente su propósito oculto: suplir la falta de lenguaje con agudos chasquidos, establecer un diálogo hipnótico. Esas pupilas, sobre todo, llamaron fuertemente mi atención: verdes e inescrutables canicas rodeadas de un cartílago rosa y suave. De sólo pensar que podría reflejarme en ellas, un escozor atravesó mi cuerpo.
            Comencé por identificarlos: manchas, cicatrices, tamaño, color. De esta forma supe que eran cinco los minúsculos saurios que habitaban las alturas de mi casa. Tres en el área de la cocina y un par en el estudio. La piel de los primeros era oscura. Tenían los vientres hinchados —supongo que de tanta mosca— y acostumbraban salir de sus escondrijos durante la mañana. Los otros, esbeltos y transparentes, solían esperar que apareciera durante la noche frente a la computadora para dar inicio a sus juegos. Fue este dúo el que me sedujo: había en ellos algo casi humano y, a diferencia del trío de la cocina, no escapaban al sentirme. Por el contrario, parecía llenarles de júbilo. Contorsionistas de las alturas, cada noche urdían nuevas cabriolas. Tal era su delicadeza que una ráfaga de envidia y fascinación por su forma de vida comenzó a gestarse en mi cerebro.
            Una noche decidí utilizar una escalera para verlos de cerca. Ofelia no sospechaba el motivo de mis frecuentes vigilias, creía que las exigencias de la editorial eran cada vez mayores —y ciertamente lo eran, aunque me tenían sin cuidado. A eso de las diez, antes de retirarse a la cama, mientras traducía comme amande a la attente de la  première morsure vino al estudio:
            —Pobre de ti, mira la hora que es. Ni siquiera ganas lo suficiente para vivir como Dios manda. ¿Hasta cuándo piensas continuar con ese trabajo de mierda?
            Nada dije.
Continué absorto en mi tarea sin levantar la vista del teclado hasta oír el portazo que indicaba su partida.
            Apenas vieron mi figura ascender, corrieron a refugiarse detrás de la reproducción del “Chat noir” de Toulouse-Lautrec, que tanto le gustaba a Ofelia.
Ansioso, hice un alto en el tercer peldaño. Sabía que de un momento a otro iban a salir; sudaba y las sienes me latían con fuerza. A los pocos minutos, uno de ellos comenzó a acercarse, arrastrando su vientre sobre la rugosidad de la pared, zigzagueando con ayuda de sus delicadas manitas de cuatro dedos hasta que se detuvo y fijó sus pupilas verdeazules en las mías. Entonces, en la profundidad esmeralda de aquellas medias lunas, descubrí la entrada a un crepúsculo silente, a un abismo de calma.
Era inútil sustraerse a su terrible luz, al influjo de su fulgor y al llamado de aquella inteligencia superior, ajena a cuanto yo conocía. Quise apartarme, pero el vértigo me lo impidió y, en ese instante, sentí un golpe de sol en los ojos.
    
Ahora sé que esto tenía que ocurrir. Después de todo, yo propicié el encuentro. Y no me arrepiento. He aprendido, entre otras cosas, a disfrutar de esta libertad en las alturas y a enriquecer la variedad de mis chasquidos. La noche de ayer fue para retozar; corrimos un buen rato hasta yacer uno encima del otro. Así permanecimos quietos, muy quietos, como petrificados, mirando a Ofelia.


 El ornitólogo

Era una sombra refulgente sobre la arena humedecida; el hombre detuvo sus pasos y se inclinó para observar de cerca: se fijó en el brillo del plumaje, en los pequeños espolones de las patas y, sobre todo, en el afilado pico que lo remitió al de los cuervos dentirrostros. Las manchas de sangre le hicieron pensar que la criatura estaba muerta.  A punto de retirarse, el ave alzó la  cabeza, entreabrió las canicas de sus ojos y soltó un largo chillido de súplica, casi humano. Minutos antes, mientras bebía sentado frente al océano, el hombre, quien se congratulaba de haber venido a esta isla casi virgen donde abundaban fantásticas especies, había visto cómo el pájaro, que planeaba muy bajo en el viento, trató en vano de retomar en el aire su trayectoria antes de caer irremediablemente en picada.
         “¡Así que vives!”, dijo, y procurando no hacerle daño, revisó la herida, sólo para descubrir con tristeza que ya nada quedaba por hacer. Con una rabia proveniente de su naturaleza primigenia, salió en busca del culpable: la playa se incendiaba de soledad en el calor opresivo de las dos de la tarde.
         Sin mediar palabra, al hallarse frente al criminal, le arrebató la resortera. El chico, ajeno a cualquier remordimiento – a sus pies yacían cadáveres de casi una decena de pájaros -  lo insultó, pero enseguida, alarmado por el fulgor de violencia reflejado en las pupilas del otro, se dio a la fuga.
        Con el cráneo destrozado por la limpia trayectoria de una piedra, al cabo yacía el muchacho. Y en tanto el océano, en su incesante ir y venir lamía el cuerpo, el hombre siguió de largo. El camino estaba desierto y silencioso.
Día de feria
Cuando sales del cine, el sol te pega de lleno en los ojos saturados de tres horas de matiné. Después de todo, valió la pena, piensas mientras palpas en los bolsillos de tus pantalones cortos lo que resta del dinero que tomaste de la cartera de tu papá. La tarde de domingo es tuya: habrás de gozarla plena.
             Con sólo cruzar la calle te encuentras inmerso en la feria; ríes e imaginas la cara que pondría tu mamá al verte comprar ese enorme algodón de azúcar antes del almuerzo. Se te antoja subirte a la rueda de la fortuna, pero no te atreves porque no sabes con quién podría tocarte. En la fila, una pareja en pantalones de mezclilla, tres niñas vestidas de encajes y un grupo de adolescentes –gringos, supones por su apariencia– que, como tú, cargan esa golosina que tanto disfrutas. Terminas justo detrás de los extranjeros, jugando a entender lo que dicen. Conforme avanzan, empiezas a angustiarte: mejor me voy, no vaya a ser que a mamá se le ocurra buscarme al salir de la iglesia y me grite ¡Rodolfo, mil veces he dicho no subas a eso sin mí! ¿Qué haces comiendo esa cosa? ¿De dónde sacaste el dinero? Estás tan preocupado porque nadie te vea, que más de una vez te preguntan si vas a subir. Eres el último y, al parecer, al rubio instalado en el asiento de la canasta no le molesta tu compañía; al contrario, está sonriendo con esa boca llena de alambres. Pagas y ocupas el lado derecho; tímido, observas: ha de ser mayor que tú, le calculas quince años a lo sumo. Ahora comienzan a elevarse. Con avidez devoras lo poco que queda del algodón antes que se lo lleve el viento. Entonces suspiras: al fin, ante ti, la ciudad. Te encanta distinguir las construcciones más altas: la iglesia del Niño de Atocha, el viejo hotel central y aquel edificio inconcluso que todos llaman el “Elefante Blanco”. Te sientes tan bien allá arriba que casi no te fijas cuando tu compañero extiende la mano derecha balbuceando mi nombre es Paul. Nunca has sido bueno para eso de la plática con extraños y te alivia notar que apenas habla español. Devuelves el saludo con el mío es Rodolfo; tampoco se trata de parecer pesado. Después de un rato, no te reconoces venciendo esa timidez, platicando mil cosas, fingiendo entender sólo porque te cayó bien. El aire revuelve el pelo amarillo de Paul y te arrepientes de la poca atención que pusiste en tus clases de inglés. A la séptima vuelta, te lo sabes perfectamente, la rueda se detiene. ¿Por qué siempre ha de ser tan corto? Lo mismo, imaginas, deben sentir el gringo y sus amigos puesto que, canasta a canasta, desde las alturas, indican con señas vamos a quedarnos de nuevo. Él ni te pregunta y, cuando supone que vas a bajar, palmea tu hombro, te dice ¿otra vez? y paga al muchacho moreno que pregunta ¿ustedes también se quedan? Qué suerte, piensas, toparte con Paul. Y allí vas de nuevo, estarías, si pudieras, la tarde entera en la rueda. De pronto´, él saca de entre su ropa una revista. Se acerca más a ti, la coloca sobre tus piernas; el viento te obliga a sujetarla, la abres con curiosidad. A tus doce años nunca antes habías visto algo así; tu corazón late ahora con más fuerza, los giros del juego mecánico se han acelerado, Paul ríe a carcajadas mientras señala aquella cosa inmensa, sucia; sus dedos enormes tocan caras, bocas, miembros; la velocidad te marea, pasas con rapidez las páginas, tu mente acumula esas imágenes que recordarás muchas noches, pero sobre todo retiene a Paul, porque él, aquí arriba, está guiando tu mano hacia su entrepierna. Y apenas van por la segunda vuelta.
    

Día de feria

Cuando sales del cine, el sol te pega de lleno en los ojos saturados de tres horas de matiné. Después de todo, valió la pena, piensas mientras palpas en los bolsillos de tus pantalones cortos lo que resta del dinero que tomaste de la cartera de tu papá. La tarde de domingo es tuya: habrás de gozarla plena.
             Con sólo cruzar la calle te encuentras inmerso en la feria; ríes e imaginas la cara que pondría tu mamá al verte comprar ese enorme algodón de azúcar antes del almuerzo. Se te antoja subirte a la rueda de la fortuna, pero no te atreves porque no sabes con quién podría tocarte. En la fila, una pareja en pantalones de mezclilla, tres niñas vestidas de encajes y un grupo de adolescentes –gringos, supones por su apariencia– que, como tú, cargan esa golosina que tanto disfrutas. Terminas justo detrás de los extranjeros, jugando a entender lo que dicen. Conforme avanzan, empiezas a angustiarte: mejor me voy, no vaya a ser que a mamá se le ocurra buscarme al salir de la iglesia y me grite ¡Rodolfo, mil veces he dicho no subas a eso sin mí! ¿Qué haces comiendo esa cosa? ¿De dónde sacaste el dinero? Estás tan preocupado porque nadie te vea, que más de una vez te preguntan si vas a subir. Eres el último y, al parecer, al rubio instalado en el asiento de la canasta no le molesta tu compañía; al contrario, está sonriendo con esa boca llena de alambres. Pagas y ocupas el lado derecho; tímido, observas: ha de ser mayor que tú, le calculas quince años a lo sumo. Ahora comienzan a elevarse. Con avidez devoras lo poco que queda del algodón antes que se lo lleve el viento. Entonces suspiras: al fin, ante ti, la ciudad. Te encanta distinguir las construcciones más altas: la iglesia del Niño de Atocha, el viejo hotel central y aquel edificio inconcluso que todos llaman el “Elefante Blanco”. Te sientes tan bien allá arriba que casi no te fijas cuando tu compañero extiende la mano derecha balbuceando mi nombre es Paul. Nunca has sido bueno para eso de la plática con extraños y te alivia notar que apenas habla español. Devuelves el saludo con el mío es Rodolfo; tampoco se trata de parecer pesado. Después de un rato, no te reconoces venciendo esa timidez, platicando mil cosas, fingiendo entender sólo porque te cayó bien. El aire revuelve el pelo amarillo de Paul y te arrepientes de la poca atención que pusiste en tus clases de inglés. A la séptima vuelta, te lo sabes perfectamente, la rueda se detiene. ¿Por qué siempre ha de ser tan corto? Lo mismo, imaginas, deben sentir el gringo y sus amigos puesto que, canasta a canasta, desde las alturas, indican con señas vamos a quedarnos de nuevo. Él ni te pregunta y, cuando supone que vas a bajar, palmea tu hombro, te dice ¿otra vez? y paga al muchacho moreno que pregunta ¿ustedes también se quedan? Qué suerte, piensas, toparte con Paul. Y allí vas de nuevo, estarías, si pudieras, la tarde entera en la rueda. De pronto´, él saca de entre su ropa una revista. Se acerca más a ti, la coloca sobre tus piernas; el viento te obliga a sujetarla, la abres con curiosidad. A tus doce años nunca antes habías visto algo así; tu corazón late ahora con más fuerza, los giros del juego mecánico se han acelerado, Paul ríe a carcajadas mientras señala aquella cosa inmensa, sucia; sus dedos enormes tocan caras, bocas, miembros; la velocidad te marea, pasas con rapidez las páginas, tu mente acumula esas imágenes que recordarás muchas noches, pero sobre todo retiene a Paul, porque él, aquí arriba, está guiando tu mano hacia su entrepierna. Y apenas van por la segunda vuelta. 


Al final de la vigilia

Dispuesta a iniciar el ritual que creías desterrado de tu vida, hundes ávida la mano entre las piernas. Furiosa, te detienes: tus dedos no logran suplir la labor habitual del ausente. Saltas de la cama, miras a través del vitral: en la torre más alta del castillo, como cada madrugada, aún se percibe luz. Nadie lo ha interrumpido durante la fase final de su obra. Así ha sido durante los dos últimos meses. Pero sientes que ya es demasiado y, resuelta, vas a exigirle siquiera un breve encuentro. Recorres los pasillos a oscuras, sin reparar en las ratas que te observan cuando te sitúas junto a la puerta. Introduces con desesperación la llave. Yerras. Pruebas con otra, giras hacia la derecha y empujas: dos gotas salpican tu rostro y un grito muere en tu garganta al ver que él fornica, bañado en grasa, con un complejo artificio metálico.



Página web: Al final de la vigilia 
Contacto: cmartinbri@gmail.com


Jaime Panqueva

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Jaime Panqueva. Bogotano nacido en año aciago de 1973. Desde 1998 reside fuera de su país, trasegó por Alemania y España para finalmente residir en México, donde llegó al extremo de ostentar también la nacionalidad mexicana. Su primer trabajo narrativo de largo aliento, Tribulaciones de Chinos en Indias, fue galardonado con el premio nacional Juan Rulfo de primera novela 2009, y publicado en el 2011 por Grupo Planeta bajo el nombre de La rosa de la China. Su colección de cuentos El final de los tiempos apareció bajo el sello Nortestación en 2012.
Ha colaborado en las revistas literarias Letras Libres, Los Suicidas, revista en versión impresa y blog literario, UNI-Diversidad de Puebla y Parteaguas de Aguascalientes. Colaborador habitual del diario El Espectador de Colombia, en versión impresa y blog literario, y de Hebdomadario, en el Diario del Istmo, Coatzacoalcos. Reside en Irapuato, Guanajuato, donde publica una columna de opinión semanal y edita la sección La trinca del cuento, de reciente aparición. Es colaborador de Casa de la Cultura y coordina un taller de creación literaria, además del programa de Taller de Escritura Joven de Irapuato.



Alicia

Me gusta soñar que soy secretaria. Secretaria bilingüe. Trabajo para un abogado de ascendencia alemana, alto y rubio, que defiende a los pobres y tiene los modales de un príncipe europeo. Él llega todas las mañanas temprano al despacho; le gusta madrugar, e incluso cuando llego yo, ya ha preparado el café y tiene varias cartas que dictarme. Me siento con mi faldita corta frente a él y cruzo la pierna. Noto el estremecimiento íntimo que lo sacude y que logra controlar, porque eso sí: mi jefe es un caballero. Ahí comienza lo mejor de mi día; mientras trabajo, esforzándome mucho para que todo quede como debe ser, mi jefe me lanza miradas tiernas y habla muy bien de las cosas que hago. Se ha hecho tarde y debo volver a casa con mis papás, me despido. Él, con su mano cálida, envuelve la mía, dice que el despacho jamás funcionaría sin mí. Me ruborizo, luego abro los ojos.
Lisbeth llega al congal arriando madres y descorriendo las cortinas. Dice que hoy es domingo, los mineros llegarán temprano. Me tocan mínimo dieciséis. 


Mi padre

Recuerdo aquel verano de la manera en que él siempre quiso que lo hiciera. La piscina bajo el sol del trópico, mis hermanas en sus tumbonas, mi madre hojeando una novela. Él con su libreta de apuntes descansaba bajo la sombra de un parasol. Mi mirada se cruzaba con la suya, mientras observaba con orgullo al grupo familiar. Era consciente de su felicidad. Por esa razón no dudo en prestarle mi memoria cuando sé que el Alzheimer está terminando de devorar la suya. Hoy intento conservar ese recuerdo para regresárselo cuando olvide nuestros nombres y el suyo. Un solo pensamiento empaña mi proyecto de simbiosis mnemotécnica: la incuestionable probabilidad de la herencia genética.


Experiencia olfativa de primer tipo

En mi nariz se rebullía la fragancia de aquella diosa. Su cuerpo, tendido bajo el mío, pugnaba por rebasar el efluvio celestial de la oquedad que acababa de recorrer. Podía pensar en la perfección de sus formas sinuosas, en la divina cadencia de sus quejidos, o en el rostro transfigurado de quien ha coronado el Elíseo. Pero, ese olor a mierdita que ahora me colmaba, la volvía tan terrenal como mi deseo ávido de volverla a penetrar.


Inter-t

En su oficina, Leucipo se debatía de nuevo contra la incertidumbre. Revisaba sus apuntes de la escena del crimen sin sacar nada en claro. El cuerpo destrozado del italiano, que pugnaba por llenar el desesperante vacío de aquella biblioteca laberíntica donde fue encontrado, presentaba señas visibles de lucha y rasgaduras profundas atribuibles a las garras de una esfinge. Esto, sin mencionar fracturas múltiples en brazos y tórax, similares a las ocasionadas por las masas de las blemias o por la implacable extremidad del esciápodo.
Durante el análisis, Leucipo repasó las declaraciones de testigos que aseguraron haber visto a la víctima discutiendo minutos antes de su desaparición con una hipatia (seguramente sobre la custodia de una hija en común). Otros observadores, de limitada credibilidad, sostuvieron que a Baudolino Aulario de Galiaudo, como decía llamarse el occiso, lo rondaban, desde hacía semanas, unos faunos casi invisibles.    
Las cavilaciones del inspector se vieron interrumpidas por la entrada de su compañero. Catapultado por la emoción, irrumpió en su despacho gritando “¡Eureka!” y agitando los brazos como si fuera a emprender el vuelo del ave Roc. Demócrito, así se llamaba, venía del laboratorio de medicina forense con una bolsita de plástico en la que se hallaba la pista decisiva de aquel embrollo intertextual: se trataba de un manojo de incopelusas provenientes de una mancuspia, que, como todos saben, la mascota consentida e insaciable de un tal Julio.


Pequeñeces

Cuando estaba en la prepa, en la clase de Biología, tuve una compañera con la que debía compartir el microscopio. Ella dijo alguna vez que tenía un gran sentido del humor.
Mi esposa dice con regularidad que la hago reír con demasiada frecuencia. Ahora que lo pienso bien, ambas tenían una afición en común: Les gustaban las cosas pequeñas. 


Una moneda

La pieza de metal aterrizó sobre el plástico del recipiente. Tome chino, vaya ahorrando pa’ uno destos… El cofre platino del Porsche rugió, eran doscientos caballos encabritados; el niño no se movía, estaba absorto con la moneda, un círculo pulido y perfecto. Cuando ésta reflejó el destello verde, al cambiar la luz del semáforo, las llantas chillaron y el auto fue devorado por el asfalto nocturno de la Quince. El estruendo del motor disimuló la voz aguda del rallón. El niño contempló sus dedos arqueados alrededor de la moneda, salpicados de escarcha plateada: pintura made in Germany. Antes de limpiarse los mocos con su manga, cerró el puño para atesorarla y al final, sonrió.


Tolkien en México

Bilbo Bolsón caminaba con tranquilamente con su equipaje al hombro cuando unos metros más adelante se detiene un par de narcocamionetas de las cuales descienden hombres armados. El hobbit se esconde dentro de un changarro del camino mientras observa como los hombres se balacean con la policía, granadas de fragmentación de por medio. Terminado el encuentro, los tipos suben a sus vehículos y se alejan. Bilbo sale de su escondite y le pregunta a la dueña del local. Señora: ¿ya voy llegando a la Comarca? La vieja le responde: Sí, pero a la Lagunera...
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